Se cumplen hoy diez años de la muerte de uno de los terroristas más buscados de todos los tiempos, imagen de una guerra éticamente conflictiva y que a día de hoy aún no ha terminado. De luchador por la libertad a asesino de masas y finalmente abatido por las Fuerzas Especiales de los Estados Unidos, pocas figuras han marcado tanto como él los últimos años del siglo XX y los primeros del XXI.
De entre los más de cincuenta hijos que había tenido el empresario de la construcción Mohammad bin Awad bin Laden, ninguno llegó a sobresalir tanto como el decimoséptimo, Usāma bin Muhammad bin `Awad bin Lādin, conocido en Occidente como Osama bin Laden. Inteligente, controlador, culto y sobrio en sus placeres, supo jugar con todas las potencias para lograr sus fines: una nación musulmana fuerte, capaz de plantar cara a la intromisión de las grandes naciones occidentales y hábil tanto con las armas como en los mercados económicos.
Nació en Arabia Saudí y se crió en el palacio familiar en Jeddah, la segunda ciudad más importante del país, con el puerto marítimo más rico y una importante herencia cultural que le valió en 2014 la declaración de Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. De hecho, Jeddah obtuvo su nombre —«abuela», en árabe— por albergar la tumba de la primera mujer de la Historia, Eva, que según la tradición se encuentra enterrada allí. Sin embargo, este lugar fue arrasado en 1925 por el avance de las tropas de Abdulaziz bin Saúd y actualmente apenas quedan en pie algunos restos, sin que se conozca qué ocurrió con el supuesto cadáver. Ese mismo año de 1925, Saúd, apodado El leopardo, conquistó La Meca de manos de los hachemitas y en 1932 se proclamó rey de Arabia Saudí, todo bajo el auspicio del Gobierno británico.
Desde el siglo XIX, grandes potencias como Alemania, el Imperio otomano, Rusia y el Reino Unido habían competido por el dominio estratégico de Asia, sobre todo las dos últimas, en una confrontación no explícita que recibió el nombre de El Gran Juego —expresión acuñada por el oficial de Inteligencia británico Arthur Conolly e inmortalizada por el escritor Rudyard Kipling en su novela Kim—. Países como Afganistán, Pakistán, Arabia o Tíbet resultaban fundamentales en el esquema de poder del mundo, y el siglo XX no hizo sino aumentar la escala del conflicto. La Primera Guerra Mundial deshizo el Imperio otomano después de más de 600 años de existencia y acabó para siempre con sus aspiraciones. Por su parte, la Segunda Guerra Mundial dejó un mundo polarizado: el Reino Unido, Francia y los Estados Unidos formaron un bloque occidental —los Aliados, cuya materialización militar era la OTAN—, mientras que del Imperio ruso se había formado en 1922 la Unión Soviética y esta firmó en 1955, junto a sus aliados de Europa del Este, el llamado Pacto de Varsovia. El planeta entero debía posicionarse en uno de estos dos bandos y apenas quedaba espacio para moverse al margen de ellos.
Saúd El leopardo había unificado Arabia bajo un sentimiento nacional salafista, esto es, de una ortodoxia islámica radical que propugnaba el regreso a las maneras de los primeros musulmanes y a la doctrina de austeridad y sacrificio ordenada por Mahoma. Sin embargo, el propio Gobierno de Arabia Saudí se consideraba afín a los Aliados y a partir de 1933, con el descubrimiento de enormes yacimientos petrolíferos, firmó tratados de comercio con empresas norteamericanas para realizar perforaciones. Desde ese momento, el valor de Arabia en el mundo dejó de ser solo estratégico y se volvió económico, dando lugar a una de las principales potencias a nivel internacional. Poco después comenzaron los conflictos entre árabes e israelíes que dieron lugar a la llamada Guerra de Independencia de Israel, en la que Arabia Saudí se posicionó del lado de los primeros, mientras que Estados Unidos apoyaba abiertamente a los judíos.
En ese clima de polarización y radicalismo religioso se crió Bin Laden. Estudió Ingeniería Civil en la Universidad Rey Abdul Aziz —nombrada así en honor de Saúd El leopardo— y enseguida comenzó a profesar un sentimiento musulmán extremista, con la necesidad de preconizar la violencia armada como una forma de evitar el manejo de su país por parte de otras potencias, en especial judíos y americanos, a los que odiaba y culpaba de todos los males de su gente. A los once años había heredado una enorme fortuna proveniente de su padre, lo que le permitió viajar e implicarse en diversos movimientos revolucionarios de fondo islámico.
En 1978 tuvo lugar una revolución comunista en Afganistán que llevó a la intervención armada de la propia Unión Soviética un año después. En respuesta, una ingente cantidad de países —entre los que se encontraban Estados Unidos, Israel, China, el Reino Unido y Arabia Saudí— empezaron a aportar armas y fondos a los rebeldes muyahidines, guerrilleros afganos musulmanes que se oponían al Gobierno comunista. La CIA empezó a intervenir en Afganistán ese mismo año de 1978 y se dedicó a entrenar a los muyahidines en la vecina Pakistán. Les enseñó a manejar armas, explosivos y vehículos; los aleccionó en tácticas de guerrillas, que ellos adaptaron a su vida en las montañas; y además los instruyó en el manejo del dinero para que este escapara de la detección de sus enemigos, a base de la creación de empresas fantasma y otros subterfugios. Hoy sabemos que los muyahidines han sido responsables de crímenes de guerra durante décadas, tales como asaltos armados a poblaciones civiles, saqueos, violaciones, reclutamientos de niños como soldados, atentados terroristas y tráfico de personas —también de armas, órganos y drogas—. Sin embargo, en aquella época fueron presentados como «luchadores por la libertad», unos patriotas que se enfrentaban al comunismo con el beneplácito del mundo occidental —aunque no su apoyo público, como mandaban las normas de la Guerra Fría—. En varias películas de la época aparecían como apoyo del protagonista, así ocurría, por ejemplo, en Alta tensión o Rambo III.
Osama bin Laden fue uno de tantos voluntarios musulmanes que acudieron a Afganistán llamados por un sentimiento religioso de defensa de los suyos. Desde 1980 empezó a trabajar en la región bajo el entrenamiento de la CIA. Coordinó a los guerrilleros, recaudó fondos, realizó trabajos de ingeniería para mejorar los caminos y los refugios de los muyahidines e incluso participó en combates armados. En 1988 fundó Al Qaeda, «La base», una organización que perseguía aunar los esfuerzos de todas las guerrillas musulmanas dispersas por el mundo para oponerse juntos a las invasiones extranjeras, tanto militares como económicas. El sueño de Bin Laden era la formación de una nación musulmana única, radical y poderosa, que pudiera enfrentarse por igual tanto a los gobernantes musulmanes débiles y aperturistas como a gobiernos intervencionistas del estilo de Israel y los Estados Unidos. Su organización fue desde el comienzo descentralizada, con ramas parcialmente independientes y células que solo conocían unos pocos, de modo que lograron tener una gran libertad de movimientos y sus acciones resultaron difíciles de combatir.
Al Qaeda demostró enseguida que la CIA se había equivocado al ayudar indirectamente en su creación, ya que la red actuó en diversos países del mundo financiando atentados que iban dirigidos contra las grandes potencias, como asesinatos en Egipto y Arabia Saudí o los ataques con bombas a las embajadas estadounidenses en Kenia y Tanzania. En estos últimos murieron más de doscientas personas y resultaron heridas unas cinco mil.
Pero ninguna acción fue tan dura, sangrienta y simbólica como los atentados que tuvieron lugar en Nueva York, Madrid y Londres.
El 11 de septiembre de 2001, la organización secuestró cuatro aviones de pasajeros, de los cuales dos se estrellaron contra las torres del World Trade Center de Nueva York, otro contra el Pentágono, en Virginia, y el cuarto en Pensilvania. El resultado fue la pérdida de casi tres mil vidas y un número de heridos que superó los veinticinco mil, muchos de ellos con secuelas a largo plazo.
El 11 de marzo de 2004, explotaron diez bombas en cuatro trenes de cercanías de Madrid. Fue el mayor atentado de la historia de España, con casi doscientas víctimas mortales y unos dos mil heridos.
Un año después, el 7 y 21 de julio de 2005, unos comandos suicidas atacaron con bombas el Metro de Londres, causando la muerte a más de cincuenta personas y heridas a unas setecientas.
Fueron los hechos más definitorios del comienzo del siglo XXI, por cuanto cambiaron radicalmente la política de los países occidentales —que desde ese momento iniciaron la llamada guerra contra el terrorismo— e instauraron un miedo irracional entre la población civil a los ataques armados —lo que llevó a un aumento generalizado de las medidas de seguridad, incluso en detrimento de las libertades—.
En octubre de 2001 dio comienzo la guerra de Afganistán, con una invasión rápida por parte de la OTAN y las Naciones Unidas que llevó al control de la capital en solo un mes, pero sin que a día de hoy haya sido posible dominar el país al completo. En 2003, Estados Unidos y el Reino Unido, con el apoyo de España, iniciaron una invasión de Irak basándose en supuesta información que relacionaba al Gobierno de Saddam Hussein con la posesión de armas de destrucción masiva. Esta información, igual que los datos acerca de una supuesta relación entre Saddam y Al Qaeda, demostraron ser falsos y en el camino provocaron una nueva guerra civil en aquella zona que ha dado lugar a miles de muertos y a un éxodo migratorio aún sin solucionar. De hecho, Al Qaeda puso su foco en España y el Reino Unido a raíz del apoyo explícito de estos países a la política estadounidense de invasión de Irak, con los consiguientes atentados en Madrid y Londres.
Desde entonces, las informaciones acerca de Bin Laden fueron confusas. Unos afirmaban que ya había muerto, víctima de una enfermedad renal. Otros aseguraban que seguía vivo, refugiado en algún escondite secreto. En mayo de 2011, la CIA pudo localizarlo en una fortaleza en Abbottabad, Pakistán. Miembros de Operaciones Especiales realizaron un asalto armado a la vivienda que acabó con su vida y la de sus cuatro acompañantes. Las muestras de ADN confirmaron que se trataba del terrorista más buscado del mundo y pronto el Gobierno de los Estados Unidos ordenó que se le realizara un entierro marítimo, con el fin de que su cuerpo no fuera adorado y se convirtiera en un mártir. Fue arrojado al mar Arábigo desde el portaaviones USS Carl Vinson tras cumplir con los ritos islámicos.
Sin embargo, desde entonces la situación no se ha calmado por completo. Partidarios del terrorista y algunos teóricos de la conspiración aseguran todavía hoy que la muerte de Bin Laden fue un engaño urdido por el Gobierno estadounidense. Al Qaeda ha seguido viva, con otras derivaciones como el Estado Islámico. La violencia no ha cesado en esas regiones, destrozadas por guerras civiles sucesivas, sin que ni la intervención de soldados internacionales, ni las misiones humanitarias o la celebración de elecciones más o menos libres hayan aportado mejoras.
Tal día como hoy de hace diez años fue abatido el terrorista más peligroso de su época, personificación de un movimiento armado que lo considera un héroe, fanático de una guerra santa que afirman que no terminará jamás e ideólogo de una serie de atentados que rompieron la sensación de seguridad que imperaba en Occidente. El mundo cambió justo al borde del cambio de siglo y fue por su mano. O al menos eso nos han contado hasta ahora.