Sin material para realizar las pruebas básicas como cintos para controlar las contracciones o incluso toallitas de papel para limpiar el gel tras las ecografías. «Nos dijeron que no había, que mi mujer se limpiase directamente con la sábana», explica un joven que acudió al mediodía al servicio de urgencias acompañando a su pareja. «Todo gritos, trabajadores enfadados y frustrados y nosotros aguantando el temporal», añade.
La misma pareja regresó por la noche, en el cambio de turno, ya con contracciones cada dos minutos. La joven tuvo que esperar durante unos quince minutos sentada en una silla de plástico de la sala de espera hasta que le preguntaron si la había visto ya algún médico. Otras pacientes relatan, mientras esperan, que acudieron al Xeral sin saber que ya había cerrado y que al llegar al Álvaro Cunqueiro y dejar el coche en el aparcamiento de Urgencias, un miembro de la plantilla les dijo que lo sacasen de allí y aparcasen en cualquier otra parte, que era «carísimo».
El cambio de turno no hizo sino empeorar la situación. Con una plantilla reducida al mínimo posible y una decena de mujeres embarazadas en la sala de espera, los nervios se apoderaron de buena parte de la plantilla mientras el resto trataba de «aguantar» estoicamente la situación.
«Solo hay una matrona y en estas circunstancias no se puede atender el servicio. Así no se puede trabajar, tiene que venir la supervisora cuanto antes a ver cómo está la sala de espera y resolver esta situación, ya se lo dije antes de que se fuera de que esto iba a pasar y ni caso», gritaba al teléfono una de las trabajadoras.
Y es que al hecho de la falta de material y de personal, se sumaba también una enorme descoordinación y falta de información entre los propios profesionales sobre cómo actuar. «Hay una embarazada abajo con una hemorragia», señalaba una médico residente. «Pues que la suban», le contestó la ginecóloga de guardia. «¿Y no será mejor que bajemos nosotros?¿No será más rápido?», le respondieron a lo que ella preguntó a su vez. «¿Y quién la tiene?¿Los celadores de la privada o los de la pública?».
El cambio de funciones realizado a los celadores, que incluso barajan un encierro tras ver reducidas sus tareas al traslado de pacientes en favor de los «Tigas», contratados por una ETT, ha descolocado a todo el personal. Sobre el mostrador de recepción, un historial y tres tubos con sangre que nadie toca. «¿Y esto?», pregunta una celadora. «Lo han traído de uno de los boxes», le responden. «¿Y quién se encarga? Yo no puedo tocarlo», dice. «Al parecer hay que enviarlo por el tubo», le contestan. «¿Y quién lo hace? ¿A dónde? ¿Dónde están los tigas?», se escucha de nuevo.
Un acompañante, visiblemente nervioso, estalla. «Tengo a mi mujer sentada en una silla, ha roto aguas y aquí nadie nos atiende», grita. «Yo no sé nada. Estamos intentando localizar a los jefes para que nos den algún tipo de instrucción», le contestan.
Pronto aparece una ginecóloga que se lleva a la mujer a un box donde, efectivamente, no hay cuartos de baño ya que los únicos aseos -aparte de los de consultas- están en un pasillo al que hay que llegar cruzando la sala de espera. Ni siquiera están rotulados por lo que los utilizan indistintamente acompañantes y las propias embarazadas e incluso el personal.
Los boxes están conectados entre sí a través de puertas laterales y en otro más grande hay tres camas y también un ecógrafo que la médico traslada para atender a la joven que ha roto aguas y que, al parecer, necesita una cesárea.
«¿Y el ecógrafo?», pregunta pasados unos minutos otra trabajadora. «¿Está en el box 6», le contesta la única persona que, a ratos, está en recepción. «Estoy sola, no puedo hacer nada», le explica a un compañero que acaba de subir. «Y tengo que hacer tres ingresos. ¿Cómo hago?», dice.
Uno de los ingresos es el de una joven que ha sufrido un aborto y que lleva al menos esperando también una hora sentada en una de las sillas de plástico junto a su pareja. Mientras dos médicos residentes atienden a otra, llega la ginecóloga. «¿Os queda mucho? Tenemos un parto urgente», les espeta.
En la recepción, una de las trabajadoras se hace, discretamente, la señal de la cruz. Otra, susurra a una paciente, que no deja de preguntarse en voz alta cómo se puede trabajar y estar bien atendida en estas condiciones: «Todo esto, contádselo a la prensa».