La condena de los violadores de “La manada” resulta sorprendente para todo el mundo excepto para la mayoría de quienes han formado parte del tribunal. Es obvio que la aplicación de la ley no siempre resulta justa. Conviene recordar que las leyes son aprobadas por el poder legislativo —por los políticos— y, a tenor de los hechos, a conveniencia de quienes lo ostentan, de ellos mismos, de sus propios intereses. Luego, los jueces y los abogados, por su parte, hacen malabares con sus matices, con sus puntos y comas, con cualquier aspecto o sutileza que permita moverse, dentro del marco legal, a la conveniencia de cada parte. Lo cierto y razonable es que no debieran existir tantos resquicios legales y mucho menos en causas tan sensibles y de culpabilidad tan notoria como el caso que nos ocupa. Pero el caso de Navarra, el conocido como el caso de “La manada”, no es el único y ahora comienzan a salir a la luz otros incidentes similares y no menos reprobables y espeluznantes, cuyos protagonistas, ya cumplida su condena —extremadamente corta para la magnitud del delito, a la vista de la ciudadanía— están en libertad compartiendo la vida cotidiana con el entorno de sus víctimas; algo vergonzoso e intolerable. Las violaciones, y todos tenemos muy claro lo que significa este término, deben ser castigadas con absoluto rigor y dureza, sin cortapisas, por lo que supone la degradación de la mujer. Lo que también resulta grave y preocupante, en mi opinión, es que tanta laxitud en la aplicación de la ley y el desprecio que conlleva para la mujer, provoca el desplazamiento, de un modo muy sutil, de la opinión pública —y sus votos— hacia extremos ultraconservadores, de tal modo que, si no se le pone remedio, todos los avances logrados a favor de la mujer terminarán en el contenedor de la basura.