¿Dónde ha quedado el problema de la corrupción política? ¿Dónde ha quedado el problema del paro obrero? ¿Dónde ha quedado el problema que se avecina con la caja de las pensiones?, ya vacía. Y, así, un largo etcétera. El ruido de la corrupción parece silenciarse con el problema catalán, del mismo modo que los otros problemas que siguen padeciéndose a pie de calle, en la vida cotidiana. El Gobierno de España, por su parte, en medio de una peligrosa y comprometida encrucijada política, intenta crear la sensación de un país con una evolución positiva envidiable, con una tasa de paro en recesión, y con muchos otros calificativos positivos. Sin embargo, la realidad no resulta tan dulce. La mayoría de los contratos laborales van acompañados de una enorme precariedad que nadie se atreve a denunciar por motivos de necesidad, con unos horarios que en muchos casos superan los estipulados en los propios contratos, con unos sueldos en los que se incluye el prorrateo de las pagas extraordinarias y que, aún así, no llegan en total a los mil euros mensuales, con una carestía de la vida que sigue en aumento. ¿Dónde han quedado aquellos “mileuristas” que ahora parecen un sueño inalcanzable para muchas personas? Probablemente estemos mejor que hace unos años cuando la crisis nos azotaba de lleno, pero todavía no estamos tan bien como se pregona a los cuatro vientos. La rotura catalana conlleva el riesgo de una atomización del país cuya unión completaron los Reyes Católicos con la conquista de Granada, una unión muy necesaria en unos tiempos globales en los que la unidad hace la fuerza, sin embargo, esas tensiones independentistas también sirven, hábilmente utilizadas, para enmascarar el resto de los problemas reales que padecemos los ciudadanos de a pie, y eso es, precisamente, lo que más preocupa a los que no viven de la política.