En la ciudad de Vigo hay numerosas palomas y, sobre todo, gaviotas, muchas gaviotas. Dirán que no son tantas como antaño, pero su presencia resulta abrumadora por su descaro a la hora de robar un pincho o cualquier cosa comestible, preferiblemente tortilla de patatas, mediante un vuelo rasante o en picado, siempre atentas al descuido. Sin embargo, también hay otros pájaros que no son gaviotas ni tampoco palomas empalagosas con sus arrullos o zureos, ese gorjeo característico que llega a ser muy molesto.
En Vigo hay muchas gaviotas y palomas, pero en ese otro mundo pajaril de la ciudad olívica también existen otras especies, como los gorriones, las confiadas lavandeiras, las urracas que van de blanco y negro, los cuervos, negros y tan siniestros, e incluso los inconfundibles mirlos que, según dicen, simbolizan el pecado, aunque traen buena suerte.
Todos esos pájaros, sin distinción, otean el mundo desde sus posiciones privilegiadas y son testigos de lo que ocurre alrededor, como ese pájaro que muestra la fotografía y que está sobre la valla como si observara las maniobras de ese buque mercante lleno de contenedores flotando sobre el agua, en vez del aire. Quizá los pájaros se comuniquen entre ellos contándose unos a otros lo que nosotros guardamos como nuestros secretos, observándonos desde arriba como si fuéramos gigantescos bichos raros incapaces de volar, salvo con la imaginación.